viernes, 24 de mayo de 2019

La autoprofecía de la cuestión de confianza, por Jaime de Althaus






El presidente Martín Vizcarra ya amenazó ayer claramente al Congreso con plantear la cuestión de confianza. “Nosotros esperamos que el Congreso pueda tomar las acciones adecuadas para llevar adelante (la reforma política) y no estar con la necesidad de estar usando el recurso de la cuestión de confianza”, dijo, con una sintaxis imperfecta que reflejaba algún titubeo en la decisión. El curso de colisión entre ambos poderes está trazado y por momentos se convierte en un pleito de callejón.

El problema es que el atrincheramiento en las propias posiciones no favorece el clima de debate racional que se requiere para buscar una reforma fructífera. Las bofetadas recíprocas no ayudan a pensar. El presidente aprovechó la impopularidad de la inmunidad para hacer un acto de protesta en el propio Congreso.

Sin duda hubo en ese gesto teatral alguna nostalgia del 65% de aprobación porque, en realidad, si bien la reforma de la inmunidad es importante y debe hacerse, no es un tema estructural, es irrelevante para la estructura política del país. El problema de fondo es la falta de consenso en torno a los dos núcleos temáticos: gobernabilidad Ejecutivo-Legislativo y partidos políticos.

Pero lo lamentable es que la falta de consenso –salvo quizá una o dos excepciones– no se origina principalmente en posiciones doctrinarias previamente sopesadas, sino en motivaciones circunstanciales o en vanas posiciones de poder dentro de partidos zombies.

Hay oposición a casi todos los planteamientos de la comisión Tuesta orientados a lograr un mejor equilibrio de poderes que permita gobernar, porque se reacciona desde la posición de un Congreso que se percibe avasallado por el presidente y se cree que las propuestas son la consagración de ese dominio, cuando lo que se apruebe no beneficiará a Vizcarra sino al próximo gobierno, que podría ser de alguno de los opositores a la propuesta.

También hay oposición a los planteamientos orientados a fortalecer los partidos, sobre todo a la elección de los candidatos con voto universal y obligatorio. Esta es, sin duda, una cura radical, pero lo es para un estado extremo de desafección y descrédito partidario. Un shock eléctrico para resucitar un cuerpo inerte. Una manera –algo forzada, es cierto– de reconectar a la ciudadanía con los partidos.
Quizá algunas dirigencias pierdan poder, pero no las que ejerzan liderazgo real, y los partidos se renovarán, que es lo que necesitan. Y los organizados aprovecharán mejor el nuevo esquema, pasarán la valla del 1,5% del padrón, y sabrán filtrar a los candidatos que se presenten, estableciendo requisitos que deban cumplir.

O se le podría quitar el carácter obligatorio. Como fuere, son propuestas debatibles. Lo que hay que hacer es deliberar haciendo un esfuerzo por desprenderse de condicionamientos circunstanciales. ¿Es posible una discusión intelectualmente honesta, realmente preocupada por encontrar las mejores fórmulas para una democracia funcional? ¿Tenemos esa capacidad?

Se notó algo de eso cuando se debatió el primer artículo del proyecto sobre gobernabilidad. Habría que darle una oportunidad. Pero la trifulca es pretexto perfecto para no tener que pensar. La pistola de una cuestión de confianza no ayuda para ese fin, salvo que no se vea actitud constructiva ninguna.
El problema es que la propia amenaza de su uso engendra una respuesta negativa. Se convierte, así, en autoprofecía.

Fuente: El Comercio

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